Por Timothy Garton Ash (*)
¿La revolución del "Kleenex"? Me parece que no. A no ser, claro está, que hagamos caso al presidente libio Muamar el Gadafi, que, en una diatriba televisada contra la revuelta popular que ha derrocado al dictador vecino con quien tan buenas relaciones tenía, clamó: "También vosotros, hermanos tunecinos, estáis leyendo quizá los kleenex y esa palabrería en Internet" (Kleenex es como llama Gadafi a Wikileaks). "Cualquier inútil, cualquier mentiroso, cualquier borracho, cualquier drogado, puede decir lo que quiera en Internet, y vosotros lo leéis y os lo creéis. Son palabras que salen gratis. ¿Vamos a convertirnos en víctimas de Facebook, y el Kleenex, y YouTube?". Dado que quien eso dice es otro dictador, confío en que la respuesta a esta pregunta sea "sí". Ojalá los kleenex los limpiasen uno detrás de otro.
¿Pero podrán? ¿En qué medida contribuyen las páginas web, las redes sociales y los teléfonos móviles a los movimientos populares de protesta? ¿Está justificado calificar los acontecimientos tunecinos, como han hecho algunos, de "revolución de Twitter" o "revolución de Wikileaks"?
Un joven y extraordinario activista y analista bielorruso, Evgeny Morozov, acaba de refutar las hipótesis simplistas en las que se basan esas etiquetas político-periodísticas en un libro llamado The Net delusion [El engaño de la Red], publicado justo antes del levantamiento de Túnez. El subtítulo de la edición británica es "Cómo no liberar el mundo". Morozov se divierte ridiculizando y destrozando las visiones ingenuas y optimistas que parecen acompañar, especialmente en Estados Unidos, a la aparición de cada nueva tecnología de las comunicaciones (recuerdo un artículo, hace un cuarto de siglo, titulado El fax os hará libres). Demuestra que las afirmaciones sobre la aportación de Twitter y Facebook al movimiento verde de Irán eran exageradas. También los dictadores pueden emplear estas nuevas tecnologías para vigilar, perseguir y tender trampas a sus oponentes. Sobre todo, insiste en que Internet no anula los mecanismos habituales de la política del poder. Es la política la que decide si el dictador va a caer derrocado, como en Túnez, o si van a golpear y encerrar a los blogueros, como en la Bielorrusia de la que es originario Morozov.
Su postura es saludable, pero, como la mayoría de los revisionistas, Morozov exagera en sentido contrario. Túnez es un caso que corrige de forma muy oportuna su tesis. Porque da la impresión de que Internet sí desempeñó un papel importante en la difusión de la noticia del suicidio que desencadenó las protestas y después en la multiplicación de esas protestas. Se calcula que el 18% de la población tunecina está en Facebook, y el dictador se olvidó de bloquearlo a tiempo. Podemos estar seguros de que los jóvenes universitarios que salieron en tromba a la calle tenían un nivel de participación en la Red (y de uso del móvil) superior a la media. El estudioso Noureddine Miladi cita un cálculo según el cual la mitad del público televisivo de Túnez ve
televisión por satélite, y subraya que "Al Yazira mencionó abundantemente diversas páginas de Facebook y YouTube como fuentes de las informaciones sobre lo que estaba ocurriendo". Es decir, la información profesional en la televisión por satélite se apoyó en el periodismo ciudadano.
Además, estos medios de comunicación traspasan las fronteras. Un destacado especialista británico en el Magreb me enseñó su página de Facebook, que incluye como amigos a muchos de sus antiguos estudiantes magrebíes. Varios marroquíes habían sustituido sus iconos por la bandera tunecina, o un corazón con los nombres de Túnez y Marruecos, para demostrar su entusiasmo por la primera rebelión popular que ha logrado derrocar a un dictador árabe en más de 45 años. Es un grupo muy reducido, pero las élites son importantes, en los movimientos de oposición como en todas las demás cosas.
Antes de la caída de Zine al Abidine Ben Ali, su régimen había tomado drásticas medidas contra los internautas, con ataques de suplantación de identidad en cuentas de Gmail y Facebook, apropiación de contraseñas y listas de correo de presuntos opositores y la detención de blogueros conocidos como Slim Amamou. Todo ello refuerza el argumento de Morozov de que Internet es una espada de doble filo. Pero también es un homenaje indirecto a la importancia de estos nuevos medios. En el momento de escribir estas líneas, el bloguero encarcelado Amamou ha pasado a formar parte de un nuevo Gobierno de coalición provisional.
Nadie sabe qué sucederá mañana, pero, hasta ahora, la rebelión de Túnez está siendo enormemente prometedora, sobre todo porque ha sido un movimiento auténtico, local y espontáneo, con escaso apoyo real de las potencias occidentales (a veces, incluso con todo lo contrario: Francia no dejó de ofrecer, hasta el ultimísimo instante, su experiencia en materia de seguridad al Luis XVI tunecino. Qué vergüenza, Madame Liberté, qué vergüenza).
Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación de nuestra época han ayudado a que triunfara esta rebelión. No fueron su causa, pero sí contribuyeron a ella. Los especialistas aseguran que Túnez, con una población poco numerosa, relativamente homogénea, urbana y educada, y unos islamistas (por ahora) moderados, pacíficos y en gran parte exiliados, puede convertirse en un modelo de cambio para el Magreb. Si las cosas salen bien, Internet y la televisión por satélite difundirán la noticia por todo el mundo árabe.
En definitiva, por supuesto que Internet proporciona armas a los opresores además de a los oprimidos, pero no, como parece insinuar Morozov, en igual medida. En conjunto, ofrece más elementos a los oprimidos. Por consiguiente, creo que Hillary Clinton tiene razón al decir que la libertad de información globalizada en general, y la libertad de Internet en particular, constituye la oportunidad fundamental de nuestra época. Pero también existen peligros, que Morozov hace bien en destacar.
Si la lucha por la libertad de Internet se identifica en exceso con la política exterior de Estados Unidos y esta, a su vez, con compañías estadounidenses como Google, Facebook y Twitter -que, están empezando a tener una especie de relación de "ida y vuelta" de sus profesionales con el Gobierno de su país-, el resultado puede acabar siendo contraproducente. Los regímenes autoritarios de todo el mundo redoblarán sus esfuerzos para censurar y vigilar las plataformas norteamericanas, que son, y no por casualidad, unas de las mejores y más abiertas que tenemos. En su lugar, esos regímenes impulsarán sus propias alternativas locales y más restringidas, como Baidu en China.
Además, el Gobierno de Estados Unidos tiene una actitud profundamente contradictoria sobre la libertad de Internet. Critica a China e Irán por vigilar subrepticiamente a la oposición, pero hace lo mismo con aquellos a quienes considera amenazas contra la seguridad nacional. Elogia la libertad de información en el mundo mientras clama contra Wikileaks, que es, según las extraordinarias palabras de Clinton, "una amenaza contra la comunidad internacional".
También en este sentido resulta instructivo Túnez. Hablar de una "revolución de Wikileaks" es tan absurdo como hablar de una "revolución de Twitter", pero es cierto que las revelaciones de Wikileaks sobre lo que sabía Estados Unidos de la corrupción imperante en el régimen de Ben Ali contribuyó en cierta medida a llenar el caldero de indignación que se ha desbordado en el país magrebí. Incluso había una página web específica para difundir y discutir los cables relacionados con Túnez (tunileaks.org). Como es natural, los tunecinos no necesitaban que Wikileaks les contase que la familia presidencial era un cartel dedicado a enriquecerse y protegido por matones, pero verlo escrito con todo detalle por una fuente autorizada como el Departamento de Estado norteamericano, enterarse de hasta qué punto la superpotencia detestaba el régimen de Ben Ali, pese a sus declaraciones públicas de amistad, y saber que otros tunecinos también debían de saberlo, porque los informes de los diplomáticos estadounidenses estaban en la Red al alcance de todos, son elementos que por fuerza tuvieron que influir en los acontecimientos.
De modo que, si Hillary Clinton desea alegar, como creo que tiene legítimo derecho a hacer, que la infraestructura de la información globalizada, en la que Estados Unidos fue un adelantado, ha contribuido al frágil renacimiento de la libertad en Túnez, entonces debería decir algo en elogio de Wikileaks; o del Kleenex, si prefieren la terminología de Gadafi. Pero creo que podemos esperar sentados.
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(*) Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Traducción de Mª Luisa Rguez. Tapia.
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