Por MICHAEL J. CASEY
Si uno mira las fotos de la semana pasada de manifestantes antiestadounidenses que arrojaban piedras contra la policía antimotines en Egipto, y luego las de jóvenes chinos que llevaban puestas camisetas con la leyenda “Boicot a Japón” y forcejeaban con un cordón de seguridad en Shenzhen, hay una llamativa similitud entre los policías en ambos lugares. Llevan puestos los mismos cascos con visores y portan los mismos escudos curvos de plástico.
Desde una perspectiva mucho más amplia, la dificultad que tenían estos agentes bien armados en mantener la ley y el orden también contenía un reto que ahora enfrentan gobiernos en todas partes, uno con un gran significado económico. En esta era de inestabilidad financiera y política, muchos gobernantes no están bajo la amenaza procedente de movimientos liberales y prodemocráticos, sino de fuerzas nacionalistas que quieren que sean más combativos contra potencias extranjeras. Las exigencias más radicales de los extremistas podrían no tener mucho atractivo, pero sí ejercen influencia. Pueden acabar con todo deseo firme que tiene un gobierno para emprender políticas que promuevan la globalización y el crecimiento económico. He ahí una lección para los inversionistas globales.
Tales desafíos no están confinados a sitios conflictivos en Asia o Medio Oriente, sino que también existen en Estados Unidos y Europa. Considérese el lenguaje patriotero con el cual la prensa alemana recibió el plan de compra de bonos del presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, para resolver la crisis de deuda de la zona euro, la presión bajo la cual están los candidatos presidenciales estadounidenses para expresar su respaldo al “excepcionalismo estadounidense” —cualquiera sea su significado— o la queja contra China ante la Organización Mundial del Comercio, políticamente oportuna, del presidente de EE.UU., Barack Obama, realizada esta semana.
Estas variaciones sutiles hacia el aislacionismo importan para los inversionistas globales, no sólo porque fomentan tensiones comerciales sino también porque crean un chaleco de fuerza político que obliga a los gobiernos a adoptar soluciones no óptimas para estimular el crecimiento. En EE.UU., el remedio es la compra de bonos por parte de la Reserva Federal, un sustituto deficiente para reformas fiscales políticamente difíciles. En Alemania, la canciller Angela Merkel usa una retórica con la cual insosteniblemente intenta tanto apoyar como oponerse a rescates de estados soberanos endeudados de la eurozona. Y en China, el gobierno está recurriendo a las mismas medidas de estímulo que atizaron las burbujas inmobiliarias y colocaron su economía en una cinta caminadora de inversión insostenible.
Las mejores soluciones para los problemas económicos del mundo implican la cooperación internacional. Necesitamos acuerdos de libre comercio para revertir un bajón alarmante en el comercio global. (Ejemplo A: la caída de 9,1% que Singapur, un barómetro del comercio, sufrió en sus exportaciones en agosto frente a julio). También necesitamos medidas coordinadas para superar desequilibrios globales en el gasto y el ahorro, una postura internacional uniforme ante la regulación bancaria, y una unión fiscal en Europa. Pero en una era en la cual el Consenso de Washington —esa grandilocuente agenda de libre comercio y mercados libres de la post Guerra Fría— ha perdido su base de aficionados, tales ideas tienden a desvanecerse.
Por el momento, al menos, la gracia salvadora es que el pensamiento económico liberal que acompañó la primera oleada grande de globalización en los años 90 aún existe. Y entonces vemos que el gobierno indio busca superar la reputación de administración deficiente con el nombramiento de Raghuram Rajan, ex economista jefe del FMI y respetado economista de la Universidad de Chicago, como asesor, y luego presenta el viernes un paquete de reformas para abrir el país a la inversión extranjera. Es también la razón por la cual varios bancos centrales de mercados emergentes han resistido hasta ahora la adopción de medidas intervencionistas enérgicas en respuesta al nuevo programa de “relajación cuantitativa” de la Fed, a pesar de la amenaza que representa la apreciación de sus monedas para sus políticamente poderosos sectores de exportación.
Pero hacer frente a los patrioteros, intolerantes y fundamentalistas requiere de fortitud política. Y ello es más difícil cuando las poblaciones perciben las políticas internacionalistas como la causa de sus penurias económicas y creen que sus gobiernos son corruptos o están influenciados por las élites adineradas. Cuando los extremistas establecen un vínculo entre las políticas de inversión pro extranjeras y la corrupción local, ello tiende a encontrar eco en la gente, sin importar su veracidad.
Una vez que concluyan las elecciones en EE.UU., China tenga su cambio de conducción, y Japón y otros países resuelvan algunas de sus incertidumbres políticas, los gobiernos podrían volverse más abiertos al mundo. Pero la presión de adoptar una actitud hostil hacia los extranjeros persistirá. Tristemente, ello significa que los humores cambiantes de las autoridades políticas, en vez de fundamentos económicos reales, seguirán dictando hacia dónde se dirigen las monedas y los mercados.
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