Por Gary Hamel
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Soy un capitalista por convicción y por profesión. Creo que el mejor sistema económico es el que premia la capacidad de emprender y la toma de riesgo, maximiza las opciones para el consumidor, usa los mercados para asignar recursos escasos y minimiza la carga de las regulaciones sobre las empresas. Si hay una receta mejor para crear prosperidad, no la he visto.
Entonces, ¿porqué menos de cuatro de diez consumidores en el mundo desarrollado creen que las grandes corporaciones hacen una contribución "un poco" o "generalmente" positiva a la sociedad? (según un estudio de 2007 elaborado por McKinsey & Company). ¿Porqué solamente un 19% de los estadounidenses les dicen a los encuestadores que tienen "mucha" o "bastante" confianza en las grandes empresas? (en la encuesta de Gallup de este año sólo el Congreso obtuvo una calificación peor). Parece que la mayoría de nosotros prevé que las grandes empresas se comporten mal: que dañen el medio ambiente, exploten a los empleados y engañen a los consumidores. Cuando se trata de irresponsabilidad inefectiva, las grandes compañías parecen estar en la misma liga que Tiger Woods y Lindsay Lohan.
Algunos culpan a Wall Street por este estado de cosas. En marzo de 2009, el Financial Times sostuvo que la "crisis de crédito destruyó la fe en la ideología de libre mercado que ha dominado el pensamiento occidental durante una década" En todo el mundo, expertos que hablaban mucho y políticos grandilocuentes argumentaron que hacía falta un nuevo modelo de capitalismo, uno que permitiera que los ejecutivos fueran todavía más controlados por legisladores y burócratas. Los estatistas vieron en la calamidad una oportunidad de las que se ven una sola vez en la vida para ampliar sus feudos regulatorios y avanzaron rápidamente para hacerlo.
Aunque uno nunca debe subestimar la capacidad de los financistas atontados por el riesgo de sembrar el caos, la amenaza real para el capitalismo no es la astucia financiera liberada. Es, en cambio, la falta de voluntad de los ejecutivos para confrontar las expectativas cambiantes de sus accionistas. En años recientes, los consumidores y los ciudadanos se han sentido cada vez más descontentos con el contrato implícito que gobierna los derechos y obligaciones de los actores económicos más importantes de la sociedad: las grandes corporaciones. Para muchos, el acuerdo parece sesgado: funcionó bien para los presidentes ejecutivos de las empresas y los accionistas, pero no tan bien para todos los demás.
No hace falta leer Adbusters para preguntarse a qué intereses responden realmente las grandes empresas. Cuando se trata de los "libres mercados", hay mucho para ser cínico.
Si los individuos en todo el mundo han perdido la fe en las empresas, es porque las empresas, de muchas formas, abusaron de esa fe. En ese sentido, la amenaza para el capitalismo es más prosaica y también más profunda que la que suponen los banqueros bandidos. Es más prosaica porque el peligro viene no de los planes esotéricos de algún científico sino de las lentamente crecientes frustraciones y ansiedades de personas "comunes"; y más profundas porque el problema es verdaderamente existencial. Y amenaza con cargar a cada compañía grande con el tipo de limitaciones regulatorias que alguna vez se reservaron para las plantas nucleares. Ninguna amable operación de relaciones públicas que diga "esto es cuánto nos preocupamos" va a evitar ese peligro.
Algunos pueden lamentarse porque el capitalismo (ampliamente definido) no tiene nada que lo desafíe en forma creíble, pero no lo tiene. Como la democracia, es el peor sistema de gobierno con excepción de todos los demás, y es por eso que cada uno de nosotros se juega algo en hacerlo mejor. Si no lo hacemos, el creciente descontento con las empresas va a alentar a todos aquellos que creen que los presidentes ejecutivos deben responder en primer y último lugar a los empleados públicos; a aquellos que están ansiosos por sustituir la mano invisible del mercado con la mano de hierro del Estado.
Este no es un desenlace al que la mayoría de nosotros le daría la bienvenida. Aunque apretar el chaleco de fuerza de las regulaciones aún más nos protegería de los peores excesos del capitalismo, también nos quitaría sus bondades. Así que debemos tener la esperanza de que los ejecutivos enfrenten el hecho de que ha ocurrido una revolución irreversible de las expectativas.
Millones de consumidores y ciudadanos ya están convencidos de un hecho que muchos jefes de empresas todavía son renuentes a admitir: el legado del modelo de producción económica que impulsó la economía "moderna" en los últimos cien años está por terminarse. Como una pieza de un motor dañado, se mantiene unida con un cable y cinta aisladora, se rompe con frecuencia y ensucia el aire con humos dañinos.
Aunque estamos agradecidos de que alguien haya inventado esta máquina ruidosa y salvaje hace más de un siglo, también estaremos contentos cuando finalmente sea llevada a un depósito de chatarra y sustituida por algo un poco menos amenazante.
Sabemos que el futuro no puede ser una extrapolación del pasado. Como bisnietos de la revolución industrial, hemos aprendido, finalmente, que la búsqueda descuidada e interminable de algo más es insostenible y, al final no nos satisface. Nuestro planeta, nuestra seguridad, nuestro sentido de la ecuanimidad y nuestras propias almas piden algo mejor, algo diferente.
Así que ansiamos una forma más amable de capitalismo, que nos vea como algo más que simples "consumidores", una que entienda la diferencia entre maximizar el consumo y maximizar la felicidad, una que no sacrifique el futuro por el presente y que vea nuestro planeta como algo sagrado.
Entonces, ¿qué se interpone en el camino de la creación de un tipo de capitalismo consciente, que rinda cuentas y sostenible, un sistema que en el largo plazo sea realmente habitable?
Es, pienso, una mezcla de profundas creencias respecto a para qué sirven las empresas, a qué intereses responden y cómo crean valor. Muchas de esas creencias son casi canónicas (al menos entre los presidentes ejecutivos de una generación en particular y de determinada inclinación ideológica). También son narcisistas y arcaicas. Entre las más tóxicas se encuentran….
1. El objetivo supremo de una empresa es ganar dinero (más que mejorar el bienestar humano de maneras económicamente eficientes).
2. Los líderes corporativos sólo pueden responder por los efectos inmediatos de sus acciones (y no por las consecuencias de segundo y tercer orden que pueda tener su obsesiva búsqueda del crecimiento y la rentabilidad).
3. Los ejecutivos deberían ser evaluados y compensados según las ganancias de corto plazo (más que en base a la creación de valor a largo plazo, tanto financiero como social).
4. La manera de establecer las credenciales sociales de una empresa es a través de una noble declaración sobre su misión, de productos verdes y de un amplio presupuesto para responsabilidad social corporativa (en lugar de un compromiso inmodificable y sacrificado con hacer lo correcto).
5. La justificación primaria para "hacer el bien" es que ayuda a que a la compañía "le vaya bien". (Lo que esto implica: una compañía debe hacer el bien cuando haya ventajas y un poco menos cuando no las haya).
6. Los consumidores se preocupan mucho por el valor que obtienen con su dinero de lo que se preocupan por los valores que fueron honrados (o corrompidos) en la fabricación y venta de un producto.
7. Los "clientes" de una empresa son los que compran sus servicios (más que todos aquellos cuyas vidas son impactadas por sus acciones).
8. Es legítimo que una compañía haga dinero explotando la ignorancia de los consumidores, exagerando los beneficios de un producto y limitando las opciones de los compradores.
9. El poder del mercado y la influencia política son formas aceptables de contrarrestar una tecnología perjudicial o de bloquear un competidor no convencional.
10. Los negocios tienen que ver con la ventaja, el enfoque, la diferenciación, la superioridad y la excelencia (y no con el amor, la alegría, el honor, la belleza y la justicia).
Quizás estas convicciones auto complacientes eran menos objetables hace 57 años cuando el entonces presidente ejecutivo de General Motors (GM), Charles Wilson, proclamó que "lo que es bueno para GM es bueno para Estados Unidos". Pero ahora son discordantes y peligrosos. No es bueno simular que las percepciones no cambiaron o que los críticos del capitalismo están simplemente desorientados. Hay cada vez más consenso sobre que un consumismo creciente devalúa los valores humanos; que el crecimiento descontrolado pone en peligro el planeta; que un poder empresarial sin control subvierte la democracia; y que es tan probable que los presidentes ejecutivos miopes y atontados por las ganancias destruyan valor como que lo creen.
Soy un ardiente partidario del capitalismo, pero también entiendo que mientras los individuos tienen derechos inalienables, dados por Dios, las compañías no los tienen. La sociedad puede pedirles lo que quiera a las corporaciones. Por eso las creencias autocomplacientes también son, al final, auto-limitantes.
Por supuesto, como consumidores y ciudadanos, debemos reconocer que las compañías no pueden curar cada enfermedad social o brindar cada beneficio social. También debemos enfrentar nuestra propia esquizofrenia. No podemos esperar que las compañías se comporten responsablemente si nosotros despreocupadamente abandonamos nuestros propios principios por ahorrar un billete.
En cuanto a los ejecutivos: si siente que su industria todavía está muy poco regulada, si secretamente ansía que los grilletes regulatorios sean todavía más opresivos, si piensa que la ley Sarbanes-Oxley (aprobada en 2002, que apunta a proteger a los inversionistas y evitar fraudes), la Ley de protección de los pacientes y de atención médica accesible, la Ley para restaurar la estabilidad financiera estadounidense y Basilea III (conjunto de normas que apuntan a consolidar las finanzas de los bancos) no van lo suficiente lejos, entonces simplemente continúe haciendo lo que está haciendo. Si, por otro lado, ha tenido suficiente con la santurronería de los políticos y con los burócratas entrometidos, entonces debe enfrentar un hecho simple: en los próximos años, una compañía podrá preservar sus libertades solamente si adopta un nuevo y más esclarecido punto de vista respecto a sus responsabilidades. Muchos presidentes ejecutivos ya se resignaron a esta nueva realidad y un puñado le diola bienvenida. Hay otros, sin embargo, que todavía se aferran a la creencia de que una compañía es primero y por sobre todo una entidad económica más que una social. Tarde o temprano, ellos descubrirán que se enfrentan a la misma difícil opción que todos los adolescentes: conduce con responsabilidad o pierde tu licencia. Por el bien del capitalismo, espero que eso ocurra pronto.
Entonces, querido lector, dos preguntas: ¿hay otras creencias que le parezca que representan una amenaza para el capitalismo? Y más en general: ¿qué piensa que se necesita hacer para rehabilitar la manchada reputación del capitalismo?
Y finalmente, una recomendación realmente importante. Si está ansioso por investigar más profundamente estas cuestiones, ordene el nuevo libro de Umair Haque: "El nuevo manifiesto capitalista: construyendo un negocio perjudicialmente mejor", para el cual escribí un corto prólogo. Umair, que escribe con ingenio y pasión poco comunes, saca una serie de lecciones esenciales de compañías que ya adoptaron el desafío de reinventar el capitalismo. El "Nuevo manifiesto capitalista" será lanzado en enero y espero que sea uno de los libros de los que más se hable en 2011.
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