Por DAVID WESSEL
Llamémoslas las tres contradicciones.
La primera es que las autoridades están determinadas a moderar el crecimiento y contener la inflación a la vez que siguen subiendo los salarios y entregando otros beneficios a la población. Es una meta ambiciosa para cualquier gobierno, pero especialmente para uno tan temeroso de perder el control que es reticente a dejar que las fuerzas del mercado hagan una parte importante del trabajo.
En un país donde todavía se pueden ver estatuas de Marx y Engels, los salarios representan una parte cada vez menor de los ingresos generales y la brecha entre ricos y pobres empieza a crecer, no exactamente la receta idónea para estimular el consumo. A China le sobran las tiendas minoristas, pero muchas parecen museos: la gente mira, pero no compra.
Dada la fortaleza de la demanda por mano de obra, los sueldos están subiendo más deprisa, una clave para mantener la estabilidad social que tanto valoran los líderes chinos, y para promover el gasto de los consumidores, tan necesario para que la economía deje de depender tanto de las exportaciones.
El problema, al parecer, es que los incrementos salariales están diluyendo la competitividad de las fábricas chinas. Una señal reveladora es que las camisetas en una tienda de Gap en China llevan etiquetas que dicen "hecho en Malasia", y los cepillos de dientes más baratos vienen de Vietnam.
La solución es pasar a las manufacturas más sofisticadas y los servicios. Eso requiere un sistema más grande, mejor y más libre que el actual, que es, según un funcionario, menoscabado por un modelo de gestión soviético para la investigación científica y es menospreciado por la élite china que envía a sus hijos a estudiar al extranjero.
La segunda contradicción tiene que ver con la última moda en los círculos gubernamentales de Beijing, la "internacionalización del yuan", una moneda cuyo uso es prácticamente exclusivamente interno. Esto se debe, en partes iguales, al orgullo nacional, al deseo de una potencia comercial de comprar y vender en su propia divisa y a una decisión del gobierno para que, en caso de que hubiera otra crisis financiera, endeudarse en el extranjero con la misma libertad y a las mismas tasas que EE.UU.
Pero China no puede conseguir eso a menos que deje de mantener las tasas de interés en niveles tan bajos que los ahorristas ni siquiera pueden mantenerse al ritmo de la inflación. Jugar la partida global implica someter una economía a los mercados globales.
Algunos funcionarios advierten peligro en las tasas demasiado bajas. "Es necesario hacer algo sobre las tasas de interés negativas en términos reales antes de perder el control", dijo Guo Shuqing, director del Banco de Construcción de China y posiblemente el próximo presidente del banco central, en una entrevista. "Mucha gente siente que colocar su dinero en depósitos no es bueno, así que se apresuran a comprar cosas como oro y plata. Mucha gente compra propiedades no porque necesiten una casa sino como una inversión". De hecho, los ricos están sumergidos en una ola especulativa, comprando terceras y cuartas viviendas, mientras que otros no pueden permitirse ni siquiera una con los precios en niveles tan altos. Las burbujas de activos en China están alimentadas por la política monetaria china, no por la Reserva Federal de EE.UU. (Fed).
Las tasas de interés de EE.UU. son bajas porque la Fed está tratando de resucitar el crédito. El banco central de China quiere menos préstamos, pero deudores corporativos y gubernamentales con gran poder político bloquean el alza de las tasas. Nouriel Roubini, uno de los economistas que predijo la crisis financiera, describe la política china como "una transferencia masiva de ingresos de hogares políticamente débiles a empresas con poder político: una moneda débil encarece las importaciones".
Convertir el yuan en una moneda internacional significa acabar con la práctica de mantener las tasas por debajo de sus niveles económicamente óptimos por razones políticas. Requiere hacer que la política económica sea transparente. Los líderes chinos aseguran que quieren lo primero, pero no están tan seguros sobre lo segundo y tercero.
Tercero: A un gobierno represivo le cuesta menos mantener contenta a su gente cuando la economía crece 10% al año. Por ahora, todo bien. Pero pisar el freno económico, una medida nunca demasiado popular, representa una amenaza para un gobierno que no confía en su pueblo. Twitter no está autorizado en China. Los estudiantes se quejan de las restricciones en la "Internet china". Y los filtros del gobierno parecen demorar las velocidades de conexión a la red.
El pueblo les devuelve el favor. Incluso un turista extranjero siente que mucha gente no confía en el gobierno. En la cafetería de la Universidad de Tsinghua, en Beijing, un estudiante estalló en ira: "¿Qué es lo que dice sobre un país que su líder envíe a su hija a estudiar al extranjero?", en referencia al próximo presidente de China, Xi Jingping, cuya hija acaba de terminar su primer año en Harvard.
Y en un pueblo a unos 100 kilómetros al norte de Beijing, donde la Gran Muralla serpentea prácticamente ignorada por los turistas, uno puede ver unas cuantas casas simples de campesinos, y una nueva vivienda más grande, más ancha y más alta que parece sacada de otro mundo. Todos saben quién la construyó: el secretario local del Partido Comunista. Y no la pagó precisamente con su sueldo.
Las fisuras no necesariamente presagian un colapso. Pero sugieren tensiones que, de no ser resueltas, pueden debilitar un edificio económico, incluso uno tan impresionante como el de China.
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