La tuberculosis es una enfermedad infecciosa en expansión. Aunque su incidencia ha caído un 35% desde 1990, ha vuelto a países -los ricos- donde estaba casi erradicada y en forma de variantes más peligrosas, porque son resistentes a los tratamientos disponibles. El año pasado afectó a 9,4 millones de personas, de las que murieron 1,7 millones, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Como se trata de una enfermedad que ya se consideraba casi de pobres, no ha recibido demasiada atención. Y la prueba es que, para diagnosticarla, se seguía usando el mismo sistema que hace más de un siglo. Prácticamente, llevar muestras a un laboratorio y ver al microscopio los bacilos.
Este sistema, lógicamente, tarda y, sobre todo, es inviable en países con una pobre infraestructura sanitaria. Por eso el anuncio de un nuevo test que permite hacer sobre el terreno y en dos horas el diagnóstico se considera un paso clave para eliminar la epidemia. Además, va más allá, y permite saber si se trata de una cepa resistente a la medicación (ya lo son el 3,3% de todos los casos, unos 300.000 en el mundo), lo que evitará tratar infructuosamente a pacientes que no van a responder, y permite elegir mejor qué fármacos usar en cada caso.
El sistema todavía no puede considerarse universal, porque necesita de un suministro eléctrico estable, lo que no se puede garantizar en todas las partes del mundo.
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