Por MATT RIDLEY
En 1965, el experto informático Gordon Moore publicó el famoso gráfico que demostraba que el número de "componentes por función integrada" en un chip de silicio –una medida de potencia informática— parecía duplicarse cada año y medio. Tenía apenas cinco puntos, pero la Ley de Moore se convirtió desde entonces en prácticamente una regla de oro de la innovación. ¿Por qué sigue vigente?
El gurú de la tecnología Ray Kurzweil señaló recientemente que una versión de la Ley de Moore lleva cumpliéndose desde principios del siglo XX. Es decir, que incluso desde antes de que existiera el circuito integrado, las cuatro tecnologías previas (electromecánica, el relevador, la válvula de vacío y el transistor) mejoraron de acuerdo a la misma trayectoria: la potencia computacional que se compra con US$1.000 se ha duplicado cada dos años durante un siglo.
Una curva similar puede trazarse para el número de comunicaciones vía radio que caben en el espectro electromagnético. Desde aquella primera transmisión de Guglielmo Marconi en 1895, el número de comunicaciones inalámbricas simultáneas se ha duplicado cada 30 meses. Esto se conoce como la Ley de Cooper, en honor al inventor Martin Cooper, que demostró el primer teléfono celular portátil.
Ambos gráficos son aproximadamente exponenciales, lo que quiere decir que su curva asciende rápidamente (o aparecen como líneas rectas cuando son trazados sobre una escala logarítmica). ¿Por qué no se mueven en bandazos seguidos de períodos de estancamiento? ¿Y por qué no podemos engañar estas leyes y avanzar más rápido?
Lo que es asombroso sobre la extensión de estas regularidades en el pasado es que parecen haber continuado de manera imperturbable a través de la agitación del siglo XX sin saltarse ni un solo paso. ¿Cómo es posible que la Gran Depresión no haya frenado los avances tecnológicos? ¿Por qué la gran infusión de inversiones en tecnología durante la Segunda Guerra Mundial no los aceleraron?
No hay una respuesta clara. La marcha inevitable, inexorable e incremental de los avances tecnológicos sigue siendo desconcertante, así como también lo es la marcha firme del crecimiento económico mundial a una tasa de entre 2% y 5% al año desde los años 40, lo cual es mucho más estable que el progreso de cualquier país en concreto.
Una pista puede encontrarse en la Ley de Reed, en referencia al científico informático David P. Reed. Esto establece que la utilidad de las grandes redes se incrementa exponencialmente con el tamaño de la red. Eso quiere decir que aumenta más rápido que el número de participantes o el número de posibles pares de participantes (que se rigen por la Ley de Metcalfe).
El inversionista de Silicon Valley, Steve Jurvetson, cree que esto podría explicar la forma exponencial que adoptan las leyes de Moore y Cooper, siempre y cuando las "ideas" se sustituyan por participantes. En otras palabras, la tecnología está impulsando su propio progreso al expandir consistentemente su propia capacidad para unir ideas. La implicación es que, a no ser que arrestáramos a la mitad de los habitantes del planeta, no podríamos detener el avance de la tecnología incluso si quisiéramos.
Esto es ante todo un alivio, porque las malas políticas no pueden impedir la mejoría, aunque también deprimente, porque las buenas políticas tampoco pueden acelerarla. Las políticas y los grandes avances a los que atribuimos tanta importancia son casi irrelevantes a escala global, si bien pueden, por supuesto, resultar en que un país pierda los beneficios o su cuota natural de tecnología o crecimiento ante otro país (y si no, que le pregunten a los norcoreanos).
Hace unos años, Jurvetson contribuyó a su elenco de leyes al nombrar la Ley de Rose de computación cuántica en honor a un ejecutivo canadiense en el campo. Esta clase de computadoras se concentra en las probabilidades y explotan la idea de que partículas subatómicas pueden existir en múltiples estados al mismo tiempo. La predicción de la ley de una duplicación anual en la capacidad de la computación cuántica –a velocidades que son demasiado escalofriantes como para ser contempladas— ya ha ocurrido. Si las computadoras cuánticas pueden realmente hacer algo práctico en sus cerebros incomprensibles, entonces las computadoras cuánticas pronto harán que sus primos convencionales se vean obsoletos.
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