viernes, 7 de octubre de 2011

El mundo homenajea a Steve Jobs como el revolucionario de la era digital





El adiós del cofundador de Apple a los 56 años, víctima de un cáncer, provoca en Estados Unidos una conmoción similar a la muerte de un presidente 

Por Antonio Caño / El País 

La desaparición de Steve Jobs es para Estados Unidos una pérdida nacional cuyo único antecedente comparable es el de John Kennedy, por la emoción que ha generado y su trascendencia universal.

Nunca un hombre de empresa había significado tanto en una nación cuyo carácter se ve perfectamente reflejado en la obra de Jobs, un visionario de la era digital, y en lo que ésta representa de aventura, innovación y éxito. Los productos de Apple son mucho más que un objeto comercial atractivo, son los símbolos de una cultura popular cuya influencia se dejará sentir durante décadas.

De ahí la conmoción actual, extendida a todo el mundo, que desborda al dolor por la muerte de un sabio. La muerte de Jobs, aunque previsible debido a la gravedad de la enfermedad que sufría, sorprende a un mundo en medio de una crisis económica e institucional que ha convertido a los banqueros y a los millonarios en objeto general de repudio. También en Estados Unidos, pese que éste sea el país donde con más naturalidad de puede hacer dinero. Jobs era un multimillonario y un ambicioso hombre de empresa que había triunfado en Wall Street, donde llevó las acciones de Apple de los 10 a los 400 dólares.

Ese no era, sin embargo, el objetivo de su labor. Jobs no trabajaba para obtener beneficios y tener satisfechos a sus accionistas; Jobs trabajaba para demostrar que era capaz de convertir sus visiones en realidad. Jobs no va a pasar a la historia porque sus productos fueron un éxito comercial, que lo fueron, sino porque hicieron felices a la gente. No hay más que recordar las caras con las que salían de las tiendas los compradores del primer iPhone o el primer iPad para comprender hasta qué punto eso era así. La muerte de Steve Jobs se produce en un momento en que el capitalismo sufre la crisis más grave en ochenta años y quizá sirva de oportunidad para recapacitar sobre los pecados y las virtudes de este sistema económico.

Como ha recordado el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, un amigo de Jobs, esta crisis es el fruto de la codicia de empresas que, en lugar de cumplir con su función de prestar y contribuir a crear riqueza, "se dedicaron a hacer dinero fácil con derivados y otros mecanismos incomprensibles". Cuanto más oscuros los productos, mejor se esquivaban las regulaciones y más dinero se hacía. Jobs es la otra cara de ese capitalismo. Jobs es lo contrario de Lehman Brothers, Goldman Sachs y todas esas firmas que dominaban o siguen dominando el arte de hacer fortunas de la nada, sin generar algo tangible que lo justifique. Quizá por esa razón, mientras los ejecutivos de esas compañías han tenido que tomar medidas de seguridad para protegerse de las iras de la población irritada, Jobs muere como un héroe popular.

¡Qué llamativo contraste que el movimiento de protesta contra el capitalismo generado en los últimos días en Nueva York se desarrolle, en parte, gracias a los inventos de una de las empresas que ha aparecido durante años a la cabeza entre las de mayores beneficios en este país! ¡Qué gigantesco mérito de este hombre el de ser objeto de la admiración de los humildes, no por su sacrificio, sino por su triunfo! "Jobs hizo lo que un consejero delegado debería hacer: contrató e inspiró a grandes personas, dirigió con la vista puesta a largo plazo, no a la evolución de las acciones en el próximo trimestre, hizo grandes apuestas y tomó grandes riesgos.

Jobs insistió en productos de alta calidad y en construir cosas que dieran satisfacción y poder a quienes las compraban, no a los intermediarios o a sus directivos. Como a él le gustaba decir, vivía a medio camino entre la tecnología y el arte", ha recordado Walter Mossberg, el especialista del diario The Wall Street Journal, que lo entrevistó en varias ocasiones. "Nunca nos han importado los números", declaró el mismo Jobs en una ocasión, aunque sus números de ventas, márgenes, beneficios o revalorización en Bolsa de las acciones son la envidia de cualquier otra empresa. Aunque se le ha comparado con Thomas Edison y con Henry Ford, ninguno de ellos consiguió conectar emocionalmente con los ciudadanos como lo ha hecho Steve Jobs.

Como muestran los homenajes de ayer en internet y en las tiendas de la empresa de millones de sus seguidores y clientes. No hay duda de que poner al alcance del público la electricidad o el automóvil son avances gigantescos. Pero Jobs facilitó progresos de similar trascendencia consiguiendo, al mismo tiempo, una vinculación sentimental con ese producto. Por mucho que necesitemos el automóvil, nadie se siente parte del universo cultural de General Motors. En cambio, un cliente de Apple es un militante de Apple. Jobs es también un precursor y, en ese sentido, su pérdida tiene igualmente un alto valor simbólico en Estados Unidos.

Jobs es uno de esos genios que despreció el saber institucional de las escuelas de negocios. Dejó la universidad y creó un mundo particular en un garaje de California. Otros hicieron gestas parecidas en su época, particularmente Bill Gates. Y otros le sucedieron en sus ensoñaciones y gloria, entre ellos Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, o Larry Page y Sergey Brin, los creadores de Google. Todos son parte de un mismo propósito transformador que convirtió a Silicon Valley en el centro del mundo y permitió a Estados Unidos un liderazgo tecnológico sobre el que hoy se apoya una parte de su liderazgo político, económico y militar.

Jobs y su obra han hecho más por la imagen y el poder norteamericanos que miles de políticos, diplomáticos o generales. Su desaparición se produce precisamente cuando surgen síntomas preocupantes de que ese liderazgo se desvanece y de que nadie posee hoy en este país la credibilidad suficiente como para convencerle de la existencia de un futuro mejor. Jobs no era un político ni hizo nunca política. Simpatizaba con causas progresistas, como la defensa del medio ambiente, y llegó a hacer a amistad con Obama, como decíamos, o con el exvicepresidente Al Gore, a quien sumó a su consejo de administración.

Pero no eran los políticos los que hacían fuerte al empresario, como ocurre en otras circunstancias y en otros países. Era Jobs, con su presencia, quien le daba poder a los políticos, un hecho insólito en una democracia. La sola participación de Jobs en un proyecto era la garantía de la solvencia de ese proyecto. Jobs contribuyó a hacer de Obama un político creíble. Es muy improbable que algunos de quienes les sucedan al frente de Apple alcancen algún día semejante influencia. La empresa seguramente sobrevivirá, pero la leyenda en torno a ella muere con Jobs.

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