miércoles, 19 de noviembre de 2014 0:02 EDT
http://lat.wsj.com/articles/SB12554947358738084738504580285061040274690?tesla=y&mg=reno64-wsj&url=http://online.wsj.com/article/SB12554947358738084738504580285061040274690.html
Phil Foster
La web —ese delgado revestimiento de diseño para humanos que recubre el murmullo técnico que constituye Internet— está muriendo. Y la forma en que está muriendo tiene implicaciones con mayor alcance que casi cualquier otro asunto tecnológico en la actualidad.
Piense en su teléfono móvil. Todos esos pequeños íconos en su pantalla son aplicaciones, no sitios web, y funcionan de formas que son fundamentalmente distintas a la forma en que funciona la web.
Montañas de datos nos dicen que, en total, estamos dedicando a las aplicaciones el tiempo que en su momento dedicábamos a navegar por Internet. Estamos enamorados de las aplicaciones, y se han impuesto. En teléfonos, 86% de nuestro tiempo se dedica a aplicaciones, y sólo 14% a la web, según la empresa de análisis móvil Flurry.
Esto podría parecer un cambio trivial. Antes, imprimíamos las instrucciones para llegar a algún sitio tomadas del sitio web MapQuest, que a menudo estaban mal o eran confusas. Hoy, abrimos la aplicación Waze en nuestros teléfonos y nos guía por la mejor ruta para evitar el tráfico en tiempo real. Para quienes recuerdan cómo solía ser, esto es un milagro.
Todo lo referente a las aplicaciones se siente como una ventaja para los usuarios: son más rápidas y más fáciles de usar que lo anterior. Pero debajo de toda esa conveniencia hay algo siniestro: el fin de la misma apertura que permitió que las empresas de Internet crecieran para convertirse en unas de las firmas más poderosas o importantes del siglo XXI.
Por ejemplo, pensemos en la más esencial de las actividades para el comercio electrónico: aceptar tarjetas de crédito. Cuando Amazon.com debutó en la web, tenía que pagar varios puntos porcentuales en tarifas por transacciones. Pero Apple se queda con 30% de cada transacción que se realiza dentro de una aplicación vendida a través de su App Store, y “muy pocas empresas en el mundo pueden soportar ceder esa tajada”, dice Chris Dixon, inversionista de capital de riesgo de Andreessen Horowitz.
Las tiendas de aplicaciones, ligadas a sistemas operativos y aparatos particulares, son jardines enrejados donde Apple, Google, Microsoft y Amazon fijan las reglas. Por un tiempo, eso significó que Apple prohibió bitcoin, una moneda alternativa que para muchos especialistas en tecnología es el desarrollo más revolucionario en Internet desde el hipervínculo. Apple prohíbe regularmente aplicaciones que ofenden sus políticas o su gusto, o que compiten con su propio software y servicios.
Pero el problema con las aplicaciones es mucho más profundo que las formas en que pueden ser controladas por guardianes centralizados. La web fue inventada por académicos cuya meta era compartir información.
Ninguno de los implicados sabía que estaban creando el mayor creador y destructor de riqueza que se haya conocido. Así que, a diferencia de las tiendas de aplicaciones, no había forma de controlar la primera web. Surgieron los cuerpos que fijan reglas, como Naciones Unidas pero para lenguajes de programación. Empresas que hubieran querido eliminarse mutuamente del mapa fueron obligadas, por la misma naturaleza de la web, a acordar revisiones del lenguaje común para páginas web.
El resultado: cualquiera podía crear una página web o lanzar un servicio nuevo, y cualquiera podía acceder a él. Google nació en un garaje. Facebook nació en la residencia estudiantil de Mark Zuckerberg.
Pero las tiendas de aplicaciones no funcionan así. Las listas de aplicaciones más descargadas ahora llevan a los consumidores a adoptar esas aplicaciones. La búsqueda en las tiendas de aplicaciones no funciona bien.
La web está hecha de enlaces, pero las aplicaciones no tienen un equivalente funcional. Facebook y Google intentan solucionarlo al crear un estándar llamado “enlace profundo”, pero hay barreras técnicas fundamentales para lograr que las aplicaciones se comporten como sitios web.
La web buscaba exponer información. Estaba tan dedicada a compartir por encima de todo que no incluía una forma de pagar por cosas, algo que algunos de sus primeros arquitectos lamentan hasta hoy, ya que obligó a la web a sobrevivir con un modelo basado en la publicidad.
La web no era perfecta, pero creó espacios comunes donde la gente podía intercambiar información y bienes. Obligó a las empresas a desarrollar tecnología que estaba diseñada explícitamente para ser compatible con la tecnología de la competencia.
Hoy, cuando las aplicaciones se imponen, los arquitectos de la web la están abandonando. El más reciente experimento de Google para email, llamado Inbox, está disponible para los sistemas operativos de Android y Apple, pero en la web no funciona en ningún navegador excepto Chrome. El proceso de crear nuevos estándares web se ha estancado. En tanto, las empresas con tiendas de aplicaciones están dedicadas a que las suyas sean mejores que —y completamente incompatibles con— las de sus competidores.
Muchos observadores de la industria creen que esto está bien. Ben Thompson, un analista independiente de tecnología, me dijo que cree que el dominio de las aplicaciones es el “estado natural” del software.
Lamentablemente, debo coincidir. La historia de la computación son empresas que intentan usar su poder de mercado para dejar afuera rivales, incluso si es negativo para la innovación y el consumidor.
Eso no significa que la web desaparecerá. Facebook y Google aún dependen de ella para brindar un flujo de contenido al que se puede acceder desde el interior de las aplicaciones. Pero incluso la web de documentos y noticias podría desaparecer. Facebook anunció planes de albergar el trabajo de las editoriales dentro de Facebook mismo, convirtiendo a la web en sólo una curiosidad, una reliquia.
Creo que la web fue un accidente histórico, una instancia anómala de una poderosa tecnología nueva que pasó casi directamente de ser un laboratorio de investigación financiado por el estado al público. Tomó desprevenidos a gigantes como Microsoft, y llevó al tipo de disrupción que las empresas de tecnología más poderosas actualmente preferirían evitar.
No es que los reyes del actual mundo de las aplicaciones quieran aplastar la innovación. Sucede que en la transición a un mundo en el cual los servicios se entregan a través de aplicaciones, más que en la web, estamos ingresando a un sistema que dificulta mucho más la innovación, el descubrimiento imprevisto y la experimentación para quienes desarrollan cosas que dependen de Internet. Y hoy, eso significa prácticamente todo el mundo.
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